COVID-19 – Elena Díaz Crespo – Madrid

Miedo, fragilidad, incertidumbre, miradas, silencios, “tierra sagrada”, aliviar, cuidados.
Hace 3 meses se paró la rutina para medio mundo. Esta enfermedad era como el humo, que va entrado bajo las puertas, lentamente, sin que te des cuenta hasta que llega un punto en el que no ves absolutamente nada. El 9 de marzo, no veíamos nada.
De las cosas que peor llevamos los médicos, es cómo manejar la incertidumbre. Estudiamos muchos años para saber siempre que decir, qué opinar en una conversación; hablamos con autoridad, seguridad, muchas veces pecando de soberbia y no asumiendo que la humildad es una virtud preciosa en nuestra profesión. Pero en este caso no sabíamos nada, no sabíamos casi identificar los síntomas, no sabíamos que tratamiento dar, no sabíamos cómo iba a evolucionar, pero evidentemente (y ahora lo sabemos) esto, no era una gripe.
Nos “llamaron a filas” el día 11 de marzo. Como residente de familia, a mí me tocaba urgencias y centro de salud. Una mascarilla quirúrgica por día en urgencias, trajes compartidos entre los compañeros, incomprensión continua y rapidez. Hubo demasiados días en los que no teníamos dónde sentar a la gente y como una medicina militar que nunca habíamos vivido intentábamos ir lo más deprisa posible.
No identificábamos al equipo de trabajo. No llevábamos nuestra ropa, maquillaje, peinado… y, nos empezamos a conocer por las miradas. En medio del caos buscabas a otro médico o enfermero que te ayudara y, poco a poco ibas avanzando y sintiendo alivio al sentirte apoyado por alguien que conocías y que iba a consolar tus lágrimas mientras trabajabas o que te sonreía con los ojos.
También pasaba con los pacientes. Solo veíamos sus ojos. Explorar, dar la mano era algo casi prohibido por el riesgo de contagio pero lentamente nos fuimos revelando de esa deshumanización. En demasiadas ocasiones durante el mes de marzo solo quedaba tu mano mientras ponías morfina para aliviar el ahogo. La familia no podía pasar y esa fragilidad de la enfermedad y de la muerte iba minándome poco a poco.
Trabajo en San Blas, un barrio del este de Madrid y nuestro centro atiende a 38.000 personas, muchos de ellos familias y vecinos que no son anónimos como los pacientes que vemos en urgencias. Son familias que conoces, conoces su casa, sus trabajos, sus entresijos y sus dolencias y con las que compartes no solo enfermedad sino también salud. La función de la Atención Primaria era “cribar”. Ser un triaje de qué llegaba al hospital y tratar y cuidar a los “leves” que no necesitaban hospital.
Cada día había una situación compleja nueva, un cambio de protocolo, cosas nuevas que estudiar para tratar a los pacientes mejor y un cansancio que se iba acumulando y arrinconando en el fondo de los huesos. Trabajábamos como una piña, unidos, íbamos a los domicilios en pareja un médico adjunto y un residente. Los domicilios de los crónicos se convirtieron en domicilios de paliativos: personas mayores con síntomas de COVID grave que podían morir y que la familia prefería acompañar hasta el último segundo en casa, cosa que no iban a poder hacer en el hospital porque no podían pasar a estar con ellos…
En general, para mi entrar en casa de alguien es tierra sagrada en la que siento que debo descalzarme, descalzarme a sus costumbres a su forma de organizarse y de cuidar… Me sentía vacía porque nuestra presencia era sinónimo de terminalidad, aunque tras varias semanas me di cuenta de que, realmente era aliviar y permitir que los pacientes estuvieran acompañados hasta el final por sus seres queridos.
Las semanas pasaban y nuestra vida era una bola de nieve que caía deprisa por una montaña y cada vez se hacía más grande: más casos, más muertos, más cambios, compañeros que caían, pacientes del centro de salud que fallecían, ir a certificar las muertes a las casas, llanto, silencio, miedo de no saber si estaba trabajando bien, miedo por mi familia que estaba a muchos kilómetros, miedo porque no sabías cuando iba a parar, miedo porque no me salían las lágrimas… Ansiedad y llanto de los pacientes al teléfono que no podías consolar dando la mano ni con una mirada de ternura… Tocaba reinventarse a diario y seguir a delante “un día más, un día menos”.
A mediados de abril comenzó a parar, recuperamos espacios en el hospital y en las temidas unidades de cuidados intensivos. Había tiempo para trabajar y pensar lo que estabas haciendo en urgencia y esa sensación de vértigo fue disminuyendo…
Ahora empezaba una nueva ola, menos aguda, pero con unas consecuencias mucho más terroríficas: el paro, la inseguridad laboral y la falta de economía que azotaba a muchísimas familias que tenían un muerto o dos entre sus miembros. Decían que el COVID no entendía de clases sociales ni edades, que iba a por todos. Yo creo que no. El aislamiento en una habitación para evitar contagiar los síntomas, en una ciudad hiperpoblada con casas minúsculas en las que normalmente viven varios miembros de una familia o a veces más de una, había arrasado a los más vulnerables, muchas familias migrantes. Los determinantes sociales de la salud han marcado la evolución y el pronóstico de muchos pacientes.
Las semanas pasaban, comenzaba la desescalada, la gente volvía a salir a la calle, se iba recuperando “la nueva normalidad” (que no tenía nada de nueva) el miedo se fue relajando y por suerte los casos siguieron un sendero descendente y continuo.
Durante estos meses me he sentido atrapada entre olas que subían y bajaban y por fin el mar me ha escupido en la orilla. Hay que levantarse de la arena y quitarse la sal de los ojos. Quedan profundas cicatrices en la vida de muchas personas que me rodean, de muchos pacientes y en también en mi. Pero francamente, doy gracias porque, en estos meses me he sentido acompañada por el Señor durante este camino de incomprensión y silencio y ahora hay que coger aire y seguir cuidando.

Elena Díaz Crespo
Médico Residente de Medicina Familiar y Comunitaria en Madrid

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